En una madrugada

¿Qué es el sacrificio sin el amor?; ¿qué es la valentía sin lo justo? ¿Qué es estar enamorado sin ti? ¿Qué son las nubes sin el mar, sin los ríos, sin nuestras lágrimas? Dime, ¿qué son los poetas sin la luna y sin tu sonrisa? ¿Qué son, pues, las estrellas si nadie se atreve a adoptarles; que es, entonces, la fe sin obras? ¿Qué son las personas sin las palabras; qué son los libros sin las palabras; qué soy yo sin las palabras; qué eres tú sin mis palabras?

Amar es toda una faena de tracto sucesivo; los sacrificios, fehacientemente, necesitan del amor, el impulso valiente que solo da el amor.

Justo el individuo que llame a su alma y a su espíritu a morir en las arenas del odio. Justas serán sus lágrimas que evaporizadas creen nubes celestiales, mensajeras del viento marítimo que tantos barcos dirigió. Anoche, llame a mi alma a contemplar las estrellas; golpee las rejas de su cárcel para verlas, y decidimos, mientras pensábamos en ti, adoptar una y ponerle tu nombre, tu gran y maravilloso nombre. Esa estrella no dejaba de iluminar, ni de latir y, desde entonces, ya eras eterna, no solo en mi memoria sino en el universo.

Te escribí un poema, siento no poder dártelo ni recitarlo para ti. Mientras escribía aquel poema, pensaba: que en la medida que el hombre y la mujer escribiesen se humanizaban; porque no hay otra característica que nos haga tan humanos, como lo es la escritura… y te escribí aquel poema a la luz intermitente de una fogata; que palpitaba y llevaba el ritmo de los versos que poco a poco, como la fogata, empezaron a fallecer. El poema tuvo final y los carbones ardiendo me ensanchaban las pupilas, llevándome a un letargo; cerraba mis ojos remojándolos en  recuerdo  de tu sonrisa; la sonrisa más honesta que te he visto sentada en una sala de cine. Ya cerrados mis ojos, mi alma leyó el poema y, los dos, supimos que ese poema era nuestro y de nadie más. Ni siquiera tuyo. Lanzado al calor de los carbones se evaporo en cenizas que volaron y, tengo fe, que aquel viento que los arrastro, te lo haya susurrado.


Nestor Camilo Tierradentro Martínez

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