Marco se sostenía del barandal del tren rumbo a su casa; leía soslayo un libro nefasto; cuando de golpe, recibió una ansiedad de poder escribir mucho más que lo que aquel autor había escrito y, que ahora mismo, no entendía porque leía el autor. Cerró el libro, lo tomó con más fuerza y en su mente comenzó a desarrollar toda clase de ideas para un cuentecito; tantas ideas que todas confluían y se desarrollaban a cabalidad, un buen objeto literario; sin nada de esas instrucciones de cursitos de literatura, todo confluía de forma natural y podía, en su mente, desarrollarlo a cabalidad. Marco, entre tanto, después de haber elegido un tema, tal vez un lugar: comenzó a realizar el diseño mental de sus personajes, se veía envuelto en otra maraña de importantes ideas que lo agobiaban y sus pensamientos lo comenzaron a atormentar según se veía; se tornaba insensible y su cara al mirarme se veía angustiada de una forma casual y sin objeto.
El tren se detuvo en Marly para dar su última parada. Marco se miraba al reflejo de la venta y atreves de ella vio las personas que sentados reían en la parte de atrás del tren; y en su cara se esbozó una pequeña sonrisa —que no era más que para sí mismo— y comenzó a crear sus personajes a través de aquellas personas, quienes vivían en la forma más normal. Los personajes de la historia que sentía tan honesta y que con diligencia —pensaba él— tenía que llegar a escribir sin más demora que la de un cigarrillo en su boca. Al detenerse el tren, salió empujando un par de personas; se colgó con fuerza el morral en el hombro derecho, corrió hasta la puerta de su casa y recordó que hace unas horas había encontrado el juego de llaves extraviado hace unos meses; las miro fijamente bajo la oscuridad del jardín de su casa e inconscientemente recordó, entre tantas, cuál era la que abría cada cerrojo de la puerta. Entró consternado por el hecho anterior, se sentó fútilmente sobre el sofá de su sala y bajo la poca luz que procedía del alumbrado público y que se colaba entre las persianas de la sala, encendió un cigarrillo pego tres sorbos al tabaco y, en medio de la oscuridad, se escuchaba el inhalar de su pecho y el exhalar del mismo con un pequeña luciérnaga roja en medio de la oscuridad, tomó un respiro profundo y de un salto de incorporo en su cuarto, tomó su máquina de escribir y sin quitar el cigarrillo de su boca comenzó a teclear con la boca seca.
La luciérnaga se movía cada diez o veinte minutos hacia el techo: lo que indicaba que Marco se recostaba contra el espaldar de su silla para estirar su espalda y allí se escuchaba su gemido. Seguía tecleando su máquina, sacando hojas de la máquina y en ellas los pensamientos de no querer descubrirse en los personajes que tanto buscó en el camino; que al parecer
—me estoy transformando en Daniel, cada página, cada párrafo, cada línea somos más semejantes uno del otro— Pensaba Marco
Sus manos sudaban y los pensamientos daban vueltas. A medida que iba terminando el cuentecito aquel, se iba descubriendo a sí mismo e iba encontrando en medio de la angustia y el dolor un camino claro de su forma de escribir y prendía un cigarrillo tras otro; no sentía el más mínimo cosquilleo en el estómago, ni en la boca. Tecleaba, y se conocía.
Al terminar, según creyó él, dejó el cigarrillo encendido sobre el escritorio; la luz roja palpitaba de forma intermitente como si el aire fumara el tabaco de Marco; como si Daniel estuviera fumando el tabaco. De la noche podían entreverse los rasgos de su rostro de perfil: su piel se veía hermosa con la poca luz que entraba en su cuarto y el humo turbulento y espeso del cigarrillo que salía de su boca y jugueteaba en el aire estático mientras escribía. Marco tenía la sensación, por vez primera, de tener algo literariamente modesto y honesto; creía tener un gran cuentecito de algunas páginas para leer; pensaba en Martha, quien siempre leyó sus escritos. Esta vez podría enviarlo a sus amigos más íntimos sin ninguna intención de aprobación, solo para que pudieran entender el sentimiento, la raíz y su intención al escribirlo. Seguía escribiendo.
Por unos momentos sus pensamientos se dirigieron y perdieron entre el humo del cigarrillo; recordando, de a poco, esa foto que le tomaron en un bar cercano a su casa. Pensaba que esa foto, ese ser que palpitaba ya no era como él, que era una imagen semejante a él, una imagen que rondaba por allí, por los ojos de una mujer; que gracias al doncito ese que tiene los humanos, lo imaginaba vivo en aquella foto; Marco imaginaba, como aquella mujer veía su foto tan viva que podía escuchar el sonido de su risa en medio de tanto ruido. Pensaba, Marco, cómo parte de él rondaba por allí en el mundo, siendo observado por alguien que apenas lo podía recordar. Volviendo en sí, Marco volcó su cuerpo hasta su cuarto; cruzando por el hall lleno de cuadros de colores. Se sentó en los pies de la cama y se hecho hacia atrás, dejando caer su cuerpo sobre el colchón bajo el silencio de la casa y sus gafas queriendo salir de su rostro. Sin embargo, primero salto a la vista, a la vida, a la melancolía; al dolor, una lagrima de su ojo que resbalaba lentamente por su mejilla reseca y me miro triste y pensó en el vació que dejaban sus padres en aquella casa; la risa de su hermano menor, los sonidos; la soledad. No era un buen momento.
Sumergido en el frondoso cubrelecho de la cama; se cuestionaba la vida, lo conceptos más profundos de humanidad y, por su puesto, de Dios, cuestionaba su ética, su moral; la calidad de escritor, porque tantos lectores se sentían como él. Algo estaba mal, no podían sentirse igual de infeliz que él; cuestionaba su responsabilidad social en su literatura. Cuestionaba si su literatura era cálida y honesta; si trasmitía su mensaje, rogaba tener una entrevista sería, donde pudiese decir la frase que, desde niño, aprendió de Buñuel “Quise dar a entender lo que entendiste” y pega esa sonrisita para sí. Podía ver en Marco, que le faltaba el tú y el nosotros; vivía en el yo. Sus ojos se cerraban cada tanto, sus piernas colgaban del borde de la cama y solo se escuchaba su lento respirar.
Marco me miraba de vez en vez; como diciéndome algo que no pude entender, soplaba un poco de humo sobre mi cara y yo ni parpadeaba, no lo perdería de vista porque se encontraba con el ultimo sorbo de su cigarrillo a punto de dormir.
Al dormir, Marco soñó en el tren, iba despacio y él iba leyendo unas hojas blancas que estaban alrededor de sus pies; levanto la cabeza vio un hombre calvo que le seguía y en un grito ahogado el conductor del tren le dio la orden de correr; corrió, hizo lo que se le dijo: pero aquel hombre le alcanzó, propinándole cuatro puñaladas en su espalda. Marco podía sentir aquel dolor con tanta vehemencia que lo sufrió como si fuese la realidad. Marco pudo levantarse y no derramaba sangre, solo tenía las marcas cicatrizadas y una con costra; su padre en el sueño le vio, sonrió y Marco despertó empapado en sudor. La luna estaba en lo más alto y él se sentó sobre la cama, aún con la ropa puesta, tomo su rostro y solo quería dejar de sufrir. Corrió a la cocina por un vaso con agua, se sentó y comenzó a escribir una vez más; soplaba el humo de su cuerpo y corría haciendo marañas de su pensamiento otra vez allí pensando que escribir; sin nada que decir.